lunes, 19 de diciembre de 2011

POCHO LEPRATTI VIVE ENTRE NOSOTROS.

Era el mayor de seis hermanos y militaba en los barrios pobres de Rosario. Estaba en el techo de un colegio cuando una bala policial le perforó la garganta. Pero su recuerdo se transformó en símbolo de los reclamos contra la impunidad.
 Aquí arriba, en el techo de esta escuela, Claudio Lepratti conoció a la muerte. Al frente se ven tres árboles, un caballo, una ruta y, a la derecha, el sol en viaje hacia el otro hemisferio. Es la misma hora, el mismo contraluz, los mismos compañeros del Pocho ayudando a trepar. El aroma que viene del comedor es inconfundible: habrá pollo para la cena. Es extraña esta terraza, porque en el lugar exacto de la ausencia, el aire se arremolina , el silencio se consume y la línea de tiempo se vuelve indómita. Es cuando el pasado regresa. Y explota...
ÉL Y LA BICI. EL POCHO LEPRATTI PEDALEABA MÁS DE 20 KILÓMETROS DIARIOS POR LAS BARRIADAS ROSARINAS. AQUÍ, SONRÍE ENTRE MALVONES Y UN PÓSTER DEL CHE.
“Paren de tirar, hijos de mil putas, hay chicos acá”, les grita Lepratti a los lobos azules que reprimen el estallido en el barrio Las Flores, donde la gente se lleva lo que puede, de donde sea. La frase vuela por el aire y comienza una transformación romántica, con destino de canción. Pero en ese momento, 19 de diciembre de 2001, se estampa contra la omnipotencia de un policía novato, que cuenta con la venia de sus jefes y del poder político para disparar.
Esteban “Ticky” Velázquez tiene una beba de tres meses y un nene de cinco años. Anda con la plata justa desde que, hace dos semanas, se impuso el corralito. Vive a 32 kilómetros de Rosario y le gusta rezar. Es evangelista, nieto de fundadores espirituales de Arroyo Seco, y planea levantar un centro de rehabilitación para adictos a las drogas. Ya de chico quería ser policía o bombero. Esa mañana, antes de salir a patrullar, limpió el chupete de la nena y acarició el pelo de su hijo. Horas después, con esas mismas manos, se aferró a una escopeta . Y jaló el gatillo.
Claudio “Pocho” Lepratti también rezó antes de pedalear desde su casa hormiga en el barrio Ludueña hasta la escuela Mariano Moreno, un trayecto de 40 minutos, que justo hoy –mientras el Gobierno en Buenos Aires mata y se derrumba– está lleno de barricadas. Tiene 35 años y varias enamoradas, pero aún no se casó, porque intuye que la vida en pareja puede ser fantástica, pero le quitaría tiempo para su tarea social.
Hecho sopa por el calor, transpirada su barba rubia de Cristo en bermudas , comienza a picar cebollas, tomates y pimientos para el menú del día: bifes a la criolla . Graciela Capelano, la cocinera titular, le hace bromas, pero en la calle hay extrema tensión. Rosario es una ciudad de ideas tomar y las barriadas son volcanes.
Hincha de Racing entre “leprosos” y “canallas” , seminarista sin imaginarse cura, Pocho llegó ahí desde Concepción del Uruguay, Entre Ríos, donde la televisión sólo captaba canales uruguayos, uno de Fray Bentos y otro de Paysandú. Criado entre los compases de la murga y las letras prohibidas de Zitarrosa, ayudó a cuidar a sus cinco hermanos menores, Laura, Osvaldo, Celeste, Martín y Camilo. Es Celeste, de ojos verdes, la que más lo admira. El es fortaleza; ella, tenuidad.
El sobrenombre del hermano mayor podía haber sido otro, pues “Chicho” le decían en la primaria y “Perrínti” entre los salesianos, por sus escasas habilidades para jugar al fútbol, un señuelo esencial para evangelizar a los chicos en las villas. Ninguno de esos apodos hubiera ayudado a la construcción de un mito. Prefirió que le dijeran “Pocho”, como a Perón.
Cebaba mate con una pava grande, para que en la ronda entraran todos. Dibujaba vikingos y rasgueaba la guitarra, sin pasar de un Re, un Mi y un La mayor, ese tono que se logra con tres dedos juntitos.
En 1985, se instaló en Ludueña, un barrio de obreros ferroviarios que empezaba a recibir desocupados. El pasto se puso alto y el párroco Edgardo Montaldo necesitaba ayuda en su lucha de Quijote por la justicia social.
Lepratti fundó el grupo La Vagancia , que contenía a los jóvenes en madrugadas de charlas, pickles y expresiones culturales.
Repartió semillas, gallinas y conejos , como parte del programa Crecer, que promovía estrategias de supervivencia familiar.
Un día se pintó los labios y le preguntó a Natalia, La Flaca: –¿Sabés hacer esto? –Y sí, claro que sé dar besos ¿por qué me preguntás? –Quiero que me ayudes a estamparlos en todos estos volantes con las actividades de la semana. La gente los va a leer más así.
Y Nati, una sonrisa andante, se pasó la tarde besando panfletos junto al barbudo pintarrajeado que había tenido la ocurrencia de adornar la agitación popular con huellas de carmín.
Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación, militante de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), ayudante de cocina experto en guisos, predicador de la Biblia entre chicos perdidos, activista incansable, Pocho “estaba apuntado” , dice Varón, cantor descalzo, otro de sus amigos. Lo estaba, al menos, por el destino.
Es 19 de diciembre. La última pedaleada, las cebollas picadas, Graciela que lo mira, tiros que llueven desde el camino de Circunvalación, los chicos en el patio, falta para que coman, la tos seca de los lanzagases. Pocho que sube a este techo. Ticky que llega en un patrullero con dos más. La frenada brusca, las puteadas, el tiro, los tiros. Una bala de plomo que entra en la garganta de Lepratti, la sangre que le brota. Encubridores que tratan de tapar todo. La parodia de un enfrentamiento. El acta falsificada. Graciela que, atormentada por el dolor y casada con un policía honesto que actúa como inspector de zona, reconoce a Velázquez como uno de los autores y lo denuncia en Tribunales. La cárcel para él, la impunidad para los que dieron las órdenes, el gobernador Carlos Reutemann que ni se inmuta. El viento que se arremolina y trae la escena hasta hoy, diez años después… Velázquez –el asesino , según todas las instancias de la Justicia de Santa Fe– atiende un puesto de panchos y hamburguesas en la plaza principal de Arroyo Seco. Cara a cara con Clarín , defiende su inocencia (ver “Tiré un tiro...).
“Y sí, agarré y tiré un tiro, pero con bala de goma. A este pobre muchacho lo mató una de plomo, que entró de arriba hacia abajo. Yo estaba en el suelo y él, en el techo, así que el disparo vino de otro lado. Yo no fui. Quise llamar a la ambulancia, pero dos policías me dijeron: ‘Callate, pendejo’ ”, alega este hombre de 36 años, uno más de los que vivió Lepratti .
Cumplió 9 años, 4 meses y 6 días de su condena original a 14 años de prisión , gastó 20 mil pesos en abogados, salió por buena conducta (los amigos de Lepratti dicen que fue un preso VIP ) y estará en libertad condicional hasta el 26 de diciembre de 2015, a las 12.30 horas .
Su hija tiene 10 años, recién ahora lo está conociendo. Su hijo, de 15, pregunta qué pasó.
Celeste Lepratti tomó las banderas de su hermano. Es docente y milita en la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) de Rosario. Hoy, llegará a la ciudad del río marrón pedaleando desde Capitán Bermúdez, en reclamo de Justicia. Tiene los brazos de una bailarina y la fuerza de una tormenta. Está furiosa porque no hay nadie preso. Está triste porque la mateada con su hermano se tornó irrepetible. Está por llorar, pero sus hijos la distraen. La clave está en los segundos nombres. El de tres años se llama Simón Claudio , el de 10 meses, Severino León , por Gieco, el trovador que canta “El Ángel de la Bicicleta” , la canción que implora: “Bajen las armas/que aquí sólo hay pibes comiendo” .

El último escrito
Apareció estos días entre papeles viejos. Dice allí el Pocho Lepratti: “El camino es árido y desalienta, como dice alguna canción. Tratar algo en grupo, ponernos de acuerdo, tolerarnos en la discusión (si llega a discusión), aceptar lo que se decide , hacerse cargo. Grandes aventuras por las que pasamos y seguimos pasando, muchas veces no porque querramos, sino porque no nos queda otra”. Formaba parte de una sistematización de experiencias sociales.

La absolución
Por el “beneficio de la duda” los policías Roberto de la Torre, Rubén Darío Pérez, Marcelo Fabián Arrúa, Carlos Alberto Souza y Daniel Horacio Braza fueron absueltos en abril del delito de encubrimiento del crimen de Lepratti. Se los había acusado de balear el patrullero donde estaba Velázquez, para simular un enfrentamiento, y de alterar la escena del crimen. Los padres de Velázquez dicen que es injusto hacia su hijo, el policía que pagó con la cárcel.

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